Castro Domínguez Francisco
La artritis reactiva, también conocida antiguamente como síndrome de Reiter, es una enfermedad inflamatoria que afecta a varias partes del cuerpo, incluyendo las articulaciones, los ojos, la piel y el tracto genitourinario.
Epidemiología:
La artritis reactiva es una enfermedad poco común, con una incidencia de alrededor de 1 a 4 casos por cada 100,000 personas por año.
Afecta con mayor frecuencia a hombres jóvenes, en su mayoría menores de 40 años.
La artritis reactiva es más común en personas que tienen ciertos genes específicos que aumentan el riesgo de desarrollar la enfermedad, especialmente el antígeno leucocitario humano (HLA) B27.
Etiopatogenia:
La artritis reactiva se desencadena por una infección, generalmente una infección gastrointestinal o urogenital causada por bacterias como la Salmonella, Shigella, Yersinia, Chlamydia y Campylobacter.
En algunos casos, la infección puede desencadenar una respuesta inmunitaria exagerada que ataca a los tejidos del cuerpo, incluyendo las articulaciones, los ojos y la piel.
El gen HLA-B27 también juega un papel importante en el desarrollo de la enfermedad, aunque no se sabe exactamente cómo.
Diagnóstico:
El diagnóstico de la artritis reactiva se basa en los síntomas y la historia clínica del paciente, incluyendo antecedentes de infección gastrointestinal o urogenital.
También se realizan pruebas de laboratorio para detectar la presencia de marcadores inflamatorios, como la proteína C reactiva y el factor reumatoide.
Las pruebas de imagen, como la radiografía, la tomografía computarizada y la resonancia magnética, pueden ayudar a identificar el daño articular y otros cambios estructurales.
Tratamiento:
El tratamiento de la artritis reactiva se centra en controlar los síntomas y tratar la causa subyacente de la enfermedad.
Los antiinflamatorios no esteroideos (AINEs) y los corticosteroides se utilizan para reducir la inflamación y aliviar el dolor articular.
En casos graves o persistentes, los medicamentos moduladores de la respuesta inmunitaria, como los fármacos antirreumáticos modificadores de la enfermedad (FAMEs) y los agentes biológicos, pueden ser necesarios para controlar los síntomas y prevenir el daño articular a largo plazo.
La fisioterapia y la terapia ocupacional también pueden ser útiles para mejorar la función articular y la calidad de vida del paciente.
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